Tenemos una tendencia a imaginar el proceso evolutivo como generador de soluciones óptimas. Nada más lejos de la realidad: es difícil encontrar un ejemplo de adaptación que no presente, junto a sus ventajas, ciertos inconvenientes para su portador. Lejos del perfeccionismo, la evolución suele producir la solución menos mala. Dicho de otra forma, el proceso evolutivo se construye a través de adaptaciones que muchas veces solo presentan una cierta ventaja sobre sus inconvenientes.
Gran parte de los seres vivos perpetúan sus genes mediante una complicada estrategia de recombinación, separación y mezcla conocida como reproducción sexual. Mediante este mecanismo, los nuevos individuos se forman por la unión de la dotación genética de sus progenitores, cada uno de los cuales aporta la mitad del material genético al nuevo organismo.
Sin embargo, una gran cantidad de seres vivos utilizan un sistema aparentemente más simple, denominado reproducción asexual. Muchos microorganismos unicelulares simplemente se dividen en dos o más celulas hijas, tras hacer copias de sus cromosomas para repartirlos entre las células resultantes. Algunos insectos y reptiles producen en ocasiones óvulos viables, que desarrollas un individuo completo sin necesidad de fecundación. Una gran variedad de especies vegetales es capaz de formar una nueva planta mediante un pequeño fragmento de su progenitor.
Si consideramos la sencillez y elegancia de dividirse en dos o la de plantar un esqueje en el terreno cercano, cabe preguntarse porqué nos complicamos buscando una pareja, entablar un costoso y cansino ritual de cortejo y pasar un rato totalmente vulnerables y desprotegidos, copulando para conseguir que una miriada de células en un medio no muy amigable, consigan alcanzar la célula objetivo, proceso mucho más costoso en todas sus fases de lo que sería deseable. Sin duda alguna, los inconvenientes de la sexualidad no son despreciables.
Duplicando, que es gerundio…
En primer lugar, y a nivel ceular, no pueden conjugarse dos células cualquiera para formar un nuevo organismo, debido a una imposibilidad cromosómica. Una especie posee un número determinado de cromosomas, que en el caso del ser humano es 46. Un embrión formado a partir de dos células normales o somáticas, tendría 92 cromosomas. Sus descendientes, siguiendo el mismo proceso, poseerían 184 cromosomas por célula, sus nietos 368 y así progresiva y exponencialmente. Algo a todas luces insostenible.
Para evitar este problema, los organismos con reproducción sexual han desarrollado un complejo proceso de división celular especial, llamado meiosis, el cual únicamente se producen durante la formación de gametos. Mediante este sistema, que consiste en dos divisiones sucesivas, se consigue reducir a la mitad el número de cromosomas. De esta forma, al unir sus dotaciones genéticas, el gameto masculino y femenino producen un zigoto con el mismo número de cromosomas que sus progenitores. Lógicamente, esta reducción no puede tener lugar en las células somáticas, pues la pérdida de cromosomas sería tan progresiva como el aumento del supuesto anterior.
¿Quedamos?
En muchos organismos acuáticos la reproducción sexual se limita a la expulsión al medio de gametos masculinos y femeninos, donde se produce la fecundación. Sin embargo, la conquista de los continentes representó otro importante escollo en la ya adquirida sexualidad: no se pueden soltar espermatozoides y óvulos en mitad de un pedregal y esperar que se encuentren unos a otros. La atmósfera es muy diferente al medio acuático, y los problemas de deshidratación y dispersión hacen inviable la fecundación externa.
Los vegetales se adaptaron protegiendo sus espermatofitos y creando el polen. En este complejo sistema, células masculinas haploides alcanzan, gracias al viento, el agua o la participación de animales polinizadores, y protegidas por la envuelta polínica, las oosferas femeninas, tras lo cual germinan y emiten un tubo polínico por donde los núcleos alcanzan los óvulos.
En el caso de los animales terrestres, la adaptación fue muy diferente: excepto algunos casos de autofecundación, desarrollaron un sistema mediante el cual el macho introduce sus gametos en el cuerpo de la hembra, donde se produce la fecundación (que se denomina por pura lógica fecundación interna). Este caso, que se da en muchos invertebrados, así como en reptiles, aves y mamíferos, y supone el desarrollo de complejos sistemas para la introducción del esperma en los órganos sexuales femeninos.
Además de las complicaciones anatomo-fisiológicas, la fecundación interna necesita que dos individuos de distinto sexo se encuentren y estén dispuestos a desarrollar coordinadamente una serie de acciones determinadas que conlleven la cópula. Esta coincidencia puede parecer algo trivial, pero representa un serio problema que puede verse aumentado por la competencia de varios individuos del mismo sexo ante un único pretendiente del sexo contrario. Estas luchas por la pareja suelen acarrear costosas y peligrosas exhibiciones de poderío (generalmente por parte del sexo masculino) para tratar de impresionar a la pretendiente, a la par que se llama la atención de posibles predadores, dicho sea de paso.
Una vez conseguida la pareja, no han acabado los apuros: además del energéticamente costoso proceso del coito, ambos amantes atraviesan un momento extremadamente peligroso, durante el cual se encuentran mucho más expuestos, con la vigilancia y los sentidos seriamente mermados.
Con la familia a cuestas
Superados todos los inconvenientes del cortejo y la cópula, habiendo conseguido la tan ansiada fecundación, los problemas siguen: en muchas especies, y fundamentalmente en mamíferos, durante buena parte del tiempo de gestación la hembra se encuentra en franca desventaja, tanto para la obtención de alimento como para el desplazamiento, siendo presa facil de los depredadores. Para minimizar este riesgo se han desarrollado complejas estrategias etológicas en las cuales otros individuos (en muchos casos el propio consorte) contribuyen a la protección y alimentación de la hembra grávida.
El parto representa otro punto crítico de todo el sistema. No es lo mismo expulsar óvulos en el agua que parir una serie de huevos de buen tamaño o una cría prácticamente desarrollada. En los animales vivíparos el parto suele representar un momento de peligro para la supervivencia tanto de la madre como del hijo, y nuestra especie es un ejemplo extremo de ello. Nuestras adaptaciones al bipedalismo y el gran tamaño de la cabeza de nuestros fetos convierten el alumbramiento en un proceso especialmente peligroso, con una tasa de mortalidad que solo dejó de ser preocupante con el desarrollo de la medicina científica de los dos últimos siglos.
Pero para nuestra heroica hembra y recién estrenada mamá, no han acabado las lamentaciones. En muchas especies las crías no se abandonan a su suerte (como ocurre en la mayor parte de invertebrados, anfibios y muchos reptiles), sino que el parto suele verse continuado por un período de extensión variable durante el cual las crías dependen en gran medida o incluso totalmente de la madre. De nuevo, complejas adaptaciones anatómicas y etológicas han permitido recorrer este arduo camino; desde las bolsas de los marsupiales hasta el exquisito cuidado paterno de muchas aves y mamíferos.
¿Y para qué tanto esfuerzo?
La ingente cantidad de energía y de tiempo empleados en la búsqueda, competencia, cortejo, cópula, embarazo, parto y cuidado paternal, así como todos los riesgos que supone para la supervivencia de los protagonistas, nos lleva a pensar que la reproducción sexual debe representar una enorme ventaja como para que merezca la pena la inversión.
Pero quizás deberíamos pensar primero en las imposibilidades de otros sistemas más simples como la bipartición. Si la forma de reproducción se hubiera limitado a la división celular, hubiera sido imposible alcanzar la complejidad no ya de un vertebrado, sino de cualquier cosa más compleja que un gusano. Resulta difícil imaginar un sistema por el que un elefante pueda dividirse en dos o producir una gemación en su costado que acabe convirtiéndose en otro paquidermo adulto.
Pero además, la combinación de gametos masculinos y femeninos ofrece una ventaja indudable: la variabilidad de la descendencia. No debemos olvidar que la variabilidad genética en el seno de una población es un factor fundamental para la presencia de preadaptaciones y la acción de la selección natural. Sin mucho esfuerzo, podemos imaginar que en una comunidad de individuos que se reproducen linealmente por mera clonación, la variabilidad se verá reducida a las mutaciones esporádicas del material genético que además quedarán confinadas a la línea parental en la que surgieron. Esto, que en organismos con generaciones rápidas como bacterias y otros microorganismos puede ser más que suficiente, en especies de gran longevidad supone una ralentización considerable en las tasas de cambio y adaptación.
Sin embargo, la reproducción sexual es el equivalente a barajar las cartas de un mazo de naipes: las variaciones se separan y se juntan mediante la coincidencia de cromosomas maternos y paternos en cada nueva fecundación. Dos mutaciones alejadas tanto geográfica como temporalmente pueden reunirse en un emparejamiento y cópula afortunados. Si a esto le sumamos la recombinación genética, podemos imaginar a la reproducción sexual como un gran croupier que mezcla y reparte las cartas cromosómicas entre la nueva generación.
La capacidad de adaptación generada por tal variabilidad es lo que posiblemente haya tenido más peso a la hora de complicar, a lo largo de millones de años, una simple división celular hasta convertirla en todo un proceso anatómico, fisiológico y etológico de proporciones descomunales.
