El concepto de especie ha sido desde siempre un tema central de la biología sujeto a un perenne debate científico que nunca ha sido satisfactoriamente resuelto del todo. El actual conocimiento sobre evolución y el desarrollo de técnicas genómicas cada vez más avanzados permite replantear nuevamente este en principio tan sencillo pero cada día más complejo campo de la biología.
El ser humano desde el principio de los tiempos ha tenido una noción básica del concepto de especie, es decir del conjunto de individuos semejantes que pueden reproducirse engendrando una descendencia fértil. Entonces es obvio que podemos determinar fácilmente que leones y gacelas son dos especies diferentes, aún cuando esta definición presenta algunos problemas o limitaciones. Así dejando aparte las especies extintas (de las que tendríamos que suponer su teórica fertilidad) y limitándonos únicamente a las actualmente vivas, nos encontramos entonces que aquellos organismos que no se reproduce sexualmente quedaría fuera de esta definición, entre otros todo el gigantesco y extremadamente diversos mundo de los microorganismos, aún cuando es también evidente cuando se estudia en detalle que está conformado por millones de especies diferentes: los virus de la viruela y el VIH son marcadamente diferentes desde el punto de vista tanto biológico como patológico, comparar la diminuta bacteria Mycoplasma genitalium con la gigantesca Thiomargarita namibiensis que es unas 2.000 veces más grande es como contrastar las diferencias que existen entre un gato y un elefante, etc. Por todo ello en la actualidad se tienden a utilizar criterios genéticos, basados en el grado de semejanza o diferencias en el ADN (o ARN para el caso de los retrovirus) para definir las especies y su grado de parentesco.
Así en principio, partiendo por ejemplo de una muestra de sangre o de un trozo de tejido de cualquier organismo, es ahora relativamente accesible el poder secuenciar el genoma completo de la especie en cuestión y compararlo con otras previamente estudiadas y establecer inequívocamente el grado de parentesco o de diferencias entre ellas. Entonces este protocolo ampliamente utilizado tiene evidentes ventajas. Así imaginemos que recibimos muestras de varios insectos desconocidos diferentes recolectados en lugares distintos de un remoto paraje tal y como aparece en la siguiente figura
En principio y a falta de otros datos podríamos suponer por las marcadas diferencias fisiológicas observables a simple vista entre los individuos que éstos bien pudieran pertenecer a especies diferentes. Tras el respectivo análisis genómico descubrimos que todos los individuos pertenecen a una misma especie de termitas
Y lo mismo sería aplicable por ejemplo a los casos de las enmarañadas metamorfosis que sufren diversos animales como insectos o anfibios.
Este tipo de análisis genómicos permiten comprender complejas asociaciones simbióticas entre diferentes organismos como los muy llamativos gusanos fotosínteticos, que no son la simple suma directa de una babosa de mar que posea entre sus tejidos cloroplastos provenientes de un alga, sino que por el contrario parte de los genes necesarios para realizar la fotosíntesis no se encuentran ya en el genoma que era originario del alga, puesto que mediante transferencia horizontal han pasado a estar incluidos en los cromosomas provenientes del gusano, de tal manera que ahora babosa y alga forman una única especie en donde se han mezclado irreversiblemente sus dos genomas iniciales.
Pero tampoco hay que irse tan lejos en la escala filogenética para encontrar ejemplos de que la suposición de “una especie, un genoma” quizás sea un visión demasiado simplista de la realidad evolutiva y que hay que ampliar el concepto de especie para incluir la suma de todos los genomas que están interactuando y quedan sujetos de forma coordinada a la presión evolutiva de la selección natural.
Hace ya una década que se finalizó el Proyecto Genoma Humano, el cual permitió la secuenciación completa de los 23 cromosomas que conforma la dotación genética básica de los humanos. Ahora bien, desde hace mucho tiempo se conoce que cualquier individuo sano posee infinidad tanto en cantidad como en variedad de bacterias simbióticas, que además son necesarias para la propia supervivencia y adaptación de nuestra especie. Así este microbioma humano es fundamental para digerir los alimentos, producir vitaminas esenciales, proteger contra la colonización de otros microorganismos patogénicos, permitir el normal desarrollo de los sistemas nerviosos e inmune, etc., de tal manera que en su ausencia ningún individuo podría mantenerse sano y tampoco siquiera sobrevivir. Por supuesto, esta asociación que se produce entre cualquier animal (humanos incluidos) y su microbiota específica es un ejemplo evidente de coevolución en donde simbiontes y hospedador van imbricándose cada vez más profundamente, de tal manera que la supervivencia ya no es posible para ninguna de las partes fuera de esta mutuamente beneficiosa asociación. Tan importante es este nuevo campo que se han creado diversos consorcios científicos para la realización de distintos proyectos de caracterización del microbioma humano que permitirán conocer en profundidad la naturaleza y diversidad de los miles de microorganismos diferentes que se han adaptado a vivir en las partes más recónditas de nuestro organismo.
Por todo ello, es hora ya de superar nuestro habitual etnocentrismo y empezar a pensar de una forma más abierta pero también más humilde superando el erróneo papel que muchas veces nos autodefine como cúspide solitaria y orgullosa de la evolución, ya que si seguimos aquí es únicamente por la desapercibida y todavía muchas veces desconocida labor de unos simples microbios que unieron sus destinos a los nuestros hace millones de años.
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