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La depresión ¿efecto secundario del éxito sanitario y de salud pública?

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depressLa depresión clínica es un trastorno mental que afecta a millones de personas, cuya incidencia ha aumentando de manera significativa a lo largo de la historia siendo en la actualidad un grave problema sanitario. Y en estos últimos decenios multitud de investigadores de los más variados campos de estudio han intentado explicar este incremento mediante una combinación de diversos factores genéticos, bioquímicos, ambientales y psicológicos pero ¿y si la depresión fuera un desagradable pero inevitable efecto secundario del éxito sanitario producido por los espectaculares avances médicos de los últimos siglos?

En la actualidad, la depresión clínica es un serio problema de salud que afecta a más de 350 millones de personas en el mundo, individuos que además de su sufrimiento personal ven alteradas seriamente sus actividades laborales, escolares o familiares, pudiéndose llegar en el peor de los casos al suicidio. Dejando de lado los episodios transitorios ligados a los avatares normales de la vida, su fase crónica o permanente se ha considerado clínica e históricamente como un trastorno mental de origen psicosocial. También los estudios de las últimas décadas han mostrado que diversos factores genéticos y bioquímicos son clave para el desencadenamiento, el desarrollo o el grado de afectación ligados a esta enfermedad.

Sin embargo, en los últimos lustros diversos estudios han mostrado que los episodios depresivos están fuertemente asociados a una respuesta inflamatoria crónica de bajo nivel. Y es bien sabido que la inflamación es un mecanismo fundamental de la denominada respuesta innata del sistema inmunitario, conjunto de moléculas, células, tejidos y procesos biológicos del organismo encargados de identificar, atacar y eliminar a los microorganismos infecciosos (virus, bacterias, hongos o parásitos). Entonces por ello, diversos autores han propuesto la existencia de una relación entre diferentes microorganismos patogénicos con la depresión y otras enfermedades mentales [1 y 2]. Sin embargo, se da la curiosa paradoja de que parece ser que es en la época en la cual se han eliminado o controlado multitud de patógenos (agentes infecciosos que han diezmado a la Humanidad durante milenios), cuando la incidencia de la depresión parece ser más acusada.

Desde el punto de vista evolucionista los síntomas depresivos se han intentado explicar bien como una adaptación, aunque ello no explicaría el por qué incluso los síntomas depresivos más leves afectan a las capacidades sociales y por extensión al éxito reproductivo, mientras que las hipótesis que sugieren que la depresión es un fenómeno mal adaptativo no tienen en cuenta la alta prevalencia de alelos de riesgo de depresión en las poblaciones humanas, conservados a lo largo de la historia evolutiva humana. Y como muchos de estos genes ligados a la depresión están relacionados con la función del sistema inmune, algunos investigadores han propuesto que existe un vínculo entre esta enfermedad, los patógenos y el sistema inmune según la hipótesis evolucionista que paso a detallar [3 y 4].

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El H. sapiens en su estructura ecológica natural (las bandas de cazadores-recolectores) se encontraba sometido a sus patógenos naturales, de tal manera que cuando un individuo se infectaba por un microorganismo se desencadenaba una respuesta inmune que en el mejor de los casos podía llegar a conseguir que el sujeto sobreviviera. Ahora bien, la activación inmune contra las infecciones es un proceso biológica y metabólicamente bastante costoso. Así por ejemplo, la hipertermia (fiebre) es un elemento clave a la hora de combatir una infección ya que retarda la replicación/propagación del patógeno, además de desencadenar múltiples efectos estimulatorios sobre el sistema inmunológico, encargado a la postre de eliminar al agente infeccioso.

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Inciso: ello debería desaconsejar el uso casi indiscriminado que se hace en la actualidad de los antipiréticos tanto en adultos como en niños, ya que ahora parece que ningún progenitor puede ver a su vástago con unas décimas de fiebre ni un minuto, medicamentos que mejoran rápida pero superficialmente al enfermo, pero que no sólo no atajan las causas de la enfermedad, sino que en el caso específico de las infecciones pueden ser contraproducentes porque benefician al patógeno y dificultan la activación del sistema inmune.

fiebrePues bien, y volviendo al tema, un aumento de tan sólo 1ºC en la temperatura corporal genera un incremento en un 10% la actividad metabólica. Y como además la activación del sistema inmune implica la síntesis de infinidad de metabolitos y moléculas, así como la activación y expansión de multitud de estirpes celulares, el coste energético de combatir al patógeno se dispara en el organismo enfermo. Por tanto, en casos de infección conservar y ahorrar energía es absolutamente crucial para el enfermo, y entonces el letargo, los problemas de concentración, la irritabilidad, la tristeza (síntomas asociados a la depresión) junto con los dolores musculares o de cualquier otro tipo y la fiebre animan a la persona (o animal) afectada a descansar el máximo posible. Por lo tanto, la depresión puntual asociada a una infección es un mecanismo evolutivamente conservado en la filogenia animal que permite al organismo ahorrar energía de los procesos metabólicos normales para poder ser derivada al sistema inmunológico de manera más rápida y eficiente.

Además esta depresión puntual del enfermo previene la diseminación de la infección al promover el aislamiento social al desalentar la movilidad del paciente, limitándose entonces las interacciones de todo tipo. Así baja el interés por la actividad sexual, lo que a su vez dificulta la diseminación de enfermedades de transmisión sexual. Asimismo las madres deprimidas interactúan mucho menos con sus hijos, hecho que reduce la probabilidad de que la descendencia pueda infectarse. Además, la falta de apetito bact_bigasociado con la depresión también podría reducir la exposición a los patógenos transmitidos por los alimentos, sobre todo en esos ecosistemas originales en donde el control y conservación de los alimentos brillaban por su ausencia. Es más, hay que recordar que a pesar de nuestros ancestrales mitos, antropológicamente hablando los humanos hemos sido tan carroñeros como cazadores o quizás más, y eso de comer restos de cadáveres (obtenidos en dura competición con hienas, buitres y otros animales bajo el sol de justicia de nuestra atávica sabana), por muy cocinados que estuvieran luego éstos tras su paso por el simple fuego que encendía la tribu en su retiro temporal nómada, no daba mucha seguridad en cuanto a las condiciones higiénicas finales del alimento.

Finalmente incluso el estrés psicológico puede ser entendido dentro de este marco teórico, ya que la gran mayoría de los factores de estrés que enfrentaron los mamíferos a lo largo de su evolución se reducía a los riesgos inherentes a la caza, a ser perseguido o a competir por el acceso reproductivo o el estatus. En todas estas circunstancias, el riesgo de contacto con patógenos (y la posibilidad de una posterior muerte por infección) está muy incrementado y de ahí la relación entre estrés y activación del sistema inmune.

Además todo este proceso de depresión se retroalimenta por la secreción de diferentes citoquinas (moléculas de señalización generadas por el propio sistema inmune activado) que interactúan con diversos neurotransmisores (principalmente noradrenalina, la dopamina y la serotonina) potenciando el comportamiento depresivo mientras el sistema inmune siga activado. Entonces, la sobreexpresión tanto en el tiempo como en el espacio de estas citoquinas más allá de sus niveles puntuales necesarios, como puede ser el caso de una enfermedad crónica, puede dar lugar a la aparición y permanencia de la depresión clínica, junto con comportamientos que promueven a largo plazo una reserva de energía extrema y un aislamiento del grupo cada vez mayor.

En nuestro entorno primigenio no había lugar a la depresión crónica puesto que tras una infección, sólo cabían tres posibilidades: el sistema inmune eliminaba al patógeno (por lo que el individuo se recuperaba en un tiempo prudencial, generalmente más corto que largo) o bien el paciente moría rápidamente a causa de la infección, o un poco más lentamente cuando la suma del gasto energético, la falta de apetito y quizás el abandono por parte del grupo (nómada no lo olvidemos) se conjuraban en su contra.

Al llegar la Revolución Neolítica, la invención de la agricultura y la ganadería alteraron radicalmente el hábitat de los humanos y el equilibrio con los patógenos. Así por una parte el sedentarismo y un aporte alimenticio más regular y más cocinado podrían haber jugado un papel positivo en la supervivencia de ese tercer grupo de individuos que anteriormente morían si la enfermedad se cronificaba, y por tanto haber permitido la supervivencia de estos individuos depresivos crónicos. Sin embargo, al depender de unas pocas especies vegetales (muchas veces sólo una) y animales, la dieta se empobreció y el aporte nutricional medio se redujo. Además hay multitud de estudios que demuestran que en situaciones de carencia alimentaria el sistema inmune es un lujo superfluo, y por tanto los organismos mal alimentados son presas más fáciles para sucumbir ante el primer patógeno que pase por los alrededores. Por supuesto la salubridad alimentaria tampoco mejoró mucho, buena prueba de ello es la secular afición a lo largo de los últimos milenios por las especias, la forma más sencilla de hacer comestible en la antigüedad esa carne o ese pescado que se encontraba en unas, digámoslo suavemente, más que dudosas condiciones de conservación.

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Si a todo lo anterior se le añade que por la propia naturaleza de los cambios, la agroganadería neolítica permitió el aumento de la población (más individuos aunque peor zoonosisalimentados de media), a la vez que necesitaba que esos mismos individuos se agruparan en aldeas permanentes conviviendo estrechamente con sus animales domésticos, tanto los viejos patógenos como las nuevas (y por tanto más letales) zoonosis, que rápidamente se adaptaron al nuevo nicho ecológico que ofrecía el hacinamiento de humanos y animales en condiciones de escasa higiene, causaron estragos (que en demasiadas ocasiones se aproximaron al límite del holocausto) cuando se convirtieron primero en epidemias y luego en pandemias globales que asolaban desde una punta a otra el mundo habitado por los humanos. Por lo que entonces, aunque en el Neolítico y épocas posteriores cambió drásticamente el equilibrio patógenos/humanos tampoco fueron buenos tiempos para la supervivencia de los depresivos crónicos.

Finalmente en los tiempos más recientemente modernos, los espectaculares avances medicinacientífico-tecnológicos de la medicina alopática (vacunas, antibióticos, tratamientos médicos avanzados) dirigidos tanto a humanos como a mascotas, junto con una planificación integral, en donde los animales de la ganadería agroindustrial ya no comparten hábitat con los sapiens ni siquiera en entornos rurales, y en donde las condiciones higiénico/sanitarias (potabilización del suministro de agua, alcantarillado y tratamiento de aguas residuales, control de la cadena alimentaria, limpieza exhaustiva, etc.) han llevado en las sociedades desarrolladas a la creación de entornos urbanos prácticamente desinfectados en donde se encuentran ausentes o grandemente disminuidos muchos de aquellos patógenos que eran las fuentes principales de morbilidad y mortalidad en la mayor parte de la evolución humana tanto en épocas paleo como neolíticas.

Pero este proceso ha llevado también a una alteración, modificación o incluso la eliminación de un conjunto de microorganismos que, han venido coevolucionando con el ser humano y que sin ser patogénicos en sí mismos, evolutivamente han venido desarrollando labores de “entrenamiento” del sistema inmunológico humano para que este pueda tolerar una amplia gama de estímulos no amenazantes pero potencialmente proinflamatorios, son los denominados microorganismos “viejos amigos“.

Existen multitud de estudios que muestran que, cuando se altera esa microbiota simbionte que las diferentes especies de mamíferos arrastran desde hace millones de años, se producen alteraciones o activación crónica del sistema inmune que pueden desembocar en enfermedades psiquiátricas. Por ejemplo, las bacterias comensales del intestino son necesarias para un desarrollo adecuado de las funciones cerebrales y los animales de laboratorio criados en condiciones libres de microorganismos presentan alteraciones del comportamiento respecto a los crecidos en presencia de la flora intestinal normal.

Más llamativamente en un modelo de autismo en ratones de laboratorios se encontró que los roedores recién nacidos presentaban diferencias en su flora intestinal con respecto a la de los ejemplares sanos. Además administrando a los animales enfermos una bacteria de la microbiota normal los investigadores pudieron atenuar el comportamiento ansioso y estereotipado de unos animales que se volvieron más comunicativos con sus congéneres.

Y se conoce que en este mundo tecnológico la microbiota humana se puede modificar casi desde el mismo nacimiento. Así los bebés nacidos mediante parto natural presentan diferente microbioma que los nacidos por cesárea, ya que los primeros recogen las bacterias presentes en el canal del parto y la vagina materna, mientras que los segundos adquieren bacterias del entorno hospitalario, diferentes y mucho más peligrosas que las primeras; por ello algunos investigadores están trabajando en una técnica consistente en empapar una gasa con una solución salina e introducirla en la vagina de la madre antes del parto. Una vez realizada la cesárea, se pasa por la boca, los ojos y la piel del bebé esta gasa impregnada con los microorganismos de la madre para que así el recién nacido pueda ser colonizado por bacterias más “naturales”. También el tipo de lactancia: materna o biberón afecta a la composición de la flora bacteriana de los niños.

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Por supuesto además la administración de antibióticos, al tiempo que facilita la eliminación de infecciones específicas, también perturba las comunidades microbianas comensales y disminuye la resistencia del huésped a los microbios resistentes a los antibióticos. Y son los bebés y los niños pequeños los humanos que mayores dosis de antibióticos reciben, justo además en esas primeras etapas de la vida en donde el sistema inmune está siendo “entrenado” por parte de la microbiota natural. Y el problema se agrava porque además de las prescripciones necesarias dispensadas por personal médico, muchas personas tienden a la automedicación propia y de sus vástagos. Además la ganadería industrial hace un uso indiscriminado de antibióticos para el engorde del 1-antibiotics-thumb-ganaderia-industrial-antibiotico-resistencia-microbianaganado, lo que implica no solo que la carne incorpora cantidades variables de diferentes antibióticos (y lo que es peor, de bacterias (multi)resistentes y/o sus genes de resistencia en todas las etapas del procesado alimentario [5 y 6]) según la granja o el país de origen del animal, sino que los antibióticos excretados por esos miles de millones de animales de engorde que se sacrifican anualmente en el mundo acaban contaminando los ríos y lagos que luego sirven para el suministro de agua potable de cientos de millones de personas. Esto es norma habitual en todo el mundo, puesto que se pueden detectar con facilidad múltiples cepas bacterianas resistentes y multiresistentes a los más diversos antibióticos en multitud de cursos naturales de agua de diferentes países tanto en vías de desarrollo (Turquía o Pakistán) como también en naciones desarrolladas (Bélgica, EEUU o Francia) donde se suponen mayores controles medioambientales. En resumen, antibióticos únicamente los estrictamente necesarios y siempre bajo prescripción médica.

Así entonces, todo este amplio conjunto de cambios implica una pérdida de la exposición a los microorganismos “viejos amigos” y a que el “entrenamiento” del sistema inmune devenga en incorrecto, de tal manera que aparecería un mayor riesgo de montar respuestas inflamatorias inapropiadas contra antígenos inocuos ambientales (que conducirían por ejemplo al asma), contra el contenido de alimentos benignos y microorganismos comensales en el intestino (que harían aparecer la enfermedad inflamatoria intestinal), o contra auto-antígenos (que implicaría el desarrollo de enfermedades autoinmunes). Asimismo se promovería la depresión crónica al aumentar los niveles basales de citoquinas depresogénas, y por tanto predisponer a personas vulnerables de sociedades industrializadas a establecer respuestas inflamatorias inapropiadamente agresivas frente a estresores psicosociales, dando lugar por tanto a mayores tasas de depresión.

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En resumen, que los avances médicos junto con las efectivas medidas de salud pública desarrollados en los últimos dos siglos han permitido salvar la vida a cientos de millones de personas y elevar espectacularmente la esperanza de vida de los ciudadanos, pero quizás pagando el precio de un aumento exponencial de los problemas psicológicos de los ciudadanos de los países desarrollados.

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